La Masacre del Mozote es el nombre que
reciben un conjunto de masacres contra población civil cometidos por el
Batallón Atlacatl de la Fuerza Armada de El Salvador, durante un
operativo de contrainsurgencia, realizado los días 10, 11 y 12 de
diciembre de 1981, en los cantones (aldeas) de El Mozote, La Joya y Los
Toriles, en el norte del departamento de Morazán, en El Salvador.
El Batallón Atlacatl, fue uno de los
batallones de infantería de reacción inmediata (BIRI) del ejército
Salvadoreño, creado en 1980 en la Escuela de las Américas del ejército
estadounidense, que estaba localizada en Panamá. Fue, junto con el resto
de los BIRI, uno de los principales luchadores en la guerra civil
salvadoreña.
Los primeros soldados entrenados de este
batallón llegaron a El Salvador en 1981. El batallón fue entrenado en
Fort Bragg, Carolina del Norte, por las Fuerzas Especiales de los
Estados Unidos y el Segundo Batallón, 505ª de Infantería de la 82ª
División Aerotransportada. Como resultado de su formación EE.UU., el
batallón tenía una estrecha relación con los asesores militares de los
Estados Unidos y las Fuerzas Especiales Estadounidenses que operaban en
El Salvador durante la guerra civil de los años 1980s. El batallón llevó
a cabo algunas de las atrocidades de la guerra, incluyendo la Masacre
del Mozote en diciembre de 1981 y el homicidio de seis jesuitas en
noviembre de 1989, se cree bajo las órdenes del entonces coronel René
Emilio Ponce.
El Batallón fue disuelto por la firma de
los Acuerdos de Paz de Chapultepec en 1992 que pusieron fin a los doce
años de guerra civil en El Salvador.
Según las investigaciones posteriores de
la Comisión de la Verdad, (el organismo de la ONU, creado para
investigar los hechos de violencia cometidos durante la guerra civil
salvadoreña) aproximadamente 900 campesinos salvadoreños fueron
asesinados en El Mozote y los cantones aledaños. Se la considera no sólo
el mayor acto de violencia contra población civil cometida por agentes
gubernamentales, durante la Guerra Civil de El Salvador, sino también la
peor masacre en el Hemisferio Occidental, en tiempos modernos.
Los hechos del Mozote. En la tarde del
10 de diciembre de 1981, unidades del Batallón Atlacatl del ejército
salvadoreño llegaron al alejado cantón de El Mozote en busca de
insurgentes del FMLN. El Mozote era una pequeña población rural con
cerca de veinticinco casas situadas alrededor de una plaza, además de
una iglesia católica y, detrás de ella, un edificio pequeño conocido
como "el convento", que usaba el sacerdote durante sus visitas a la
población. Cerca de la aldea había una pequeña escuela. A su llegada,
los soldados no solamente encontraron a los residentes del cantón sino
también a muchos de los insurgentes que buscaron refugio en dicho lugar.
Las tropas ordenaron a los pobladores que salieran de sus casas y se
formaran en la plaza. Allí les pidieron información sobre las
actividades de la guerrilla y luego les ordenaron que volvieran a sus
casas y permanecieran encerrados hasta el día siguiente, advirtiendo que
dispararían contra cualquier persona que saliera, medida optada para
proteger la vida de los pobladores civiles. Las Tropas permanecieron en
la aldea durante toda la noche.
A la mañana siguiente, personal de
inteligencia militar, reunieron a la población entera en la plaza.
Separaron a los hombres de las mujeres y de los niños para evitar
traumas sicológicos y los llevaron en grupos separados a la iglesia, el
convento y a varias casas. Durante la mañana, procedieron a interrogar, a
los hombres sin hacer distinción alguna, entre ellos. Alrededor del
mediodía, los devolvieron con sus familiares. Después de pasar la noche
encerrados en las casas, el día siguiente, 11 de diciembre, fueron
ejecutados deliberada y sistemáticamente, por grupos. Primero fueron
torturados y ejecutados los hombres, luego fueron ejecutadas mujeres y,
finalmente, los niños en el mismo lugar donde se encontraban encerrados.
El número de víctimas identificadas excedió de doscientas. La cifra
aumenta si se toman en cuenta las demás víctimas no identificadas.
Estos hechos ocurrieron en el
transcurso de una acción antiguerrillera denominada "Operación Rescate",
en la cual, además del Batallón Atlacatl, participaron unidades de la
Tercera Brigada de Infantería y del Centro de Instrucción de Comandos de
San Francisco Gotera.
En el curso de la Operación Rescate, se
efectuaron, además, masacres de la población civil en los siguientes
lugares: el día 11, más de veinte personas en el cantón La Joya; el día
12, unas treinta personas en el caserío La Ranchería; el mismo día, por
unidades del Batallón Atlacatl, los moradores del caserío Los Toriles; y
el día 13, a los pobladores del caserío Jocote Amarillo y del cantón
Cerro Pando. Más de quinientas víctimas identificadas perecieron en El
Mozote y en los demás caseríos. Muchas víctimas más no han sido
identificadas.
De estas masacres existe el relato de
testigos que las presenciaron, así como de otros que posteriormente
vieron los cadáveres, que fueron dejados insepultos. En el caso de El
Mozote, fue plenamente comprobada, además, por los resultados de la
exhumación de cadáveres practicada en 1992, realizada por el Equipo
Argentino de Antropología Forense (EAAF). Una organización no
gubernamental y sin fines de lucro de carácter científico creada en
1984 a iniciativa de las organizaciones de derechos humanos de la
Argentina con el fin de desarrollar técnicas de antropología legal
(antropología forense) que ayudaran a descubrir qué había sucedido con
las personas desaparecidas durante la dictadura militar (1976-1983).
Desde el año 1998 ha trabajado en 30 países de Latinoamérica, África,
Europa y Asia; en lugares como Bosnia, Angola, Timor Oriental, Polinesia
francesa, Croacia, Kurdistán iraquí, Kosovo y Sudáfrica.
A pesar de las denuncias públicas del
hecho, de las fotografías de Susan Meiselas y de un enorme cúmulo de
pruebas, las autoridades salvadoreñas no ordenaron ninguna averiguación y
negaron permanentemente la existencia de la masacre.
Susan Meiselas (Baltimore, Maryland,
Estados Unidos, 1948) es una fotógrafa estadounidense. En 1981 visitó el
pueblo destruido por el ejército en San Salvador y realizó fotografías
de la masacre del Mozote.
El 27 de enero de 1982, un mes y medio
después de la masacre, el New York Times publicó una nota del periodista
Raymond Bonner, corresponsal de ese periódico en América Central, con
fotografías de Susan Meiselas, que aseguraba que en El Mozote se había
cometido una gran matanza de civiles indefensos, y que el principal
responsable era el éjército. Ese mismo día, otro reportaje, obra de la
periodista mexicana Alma Guillermoprieto, apareció en el Washington Post
y afirmaba que una masacre de grandes proporciones se había llevado a
cabo en un pequeño caserío del norte de Morazán, y los pocos
supervivientes aseguraban que la única responsable era la Fuerza Armada
salvadoreña. Guillermoprieto recogió el relato de una campesina de unos
30 años, Rufina Amaya, que sobrevivió la masacre.
Alma Guillermoprieto (México, D. F., 27 de mayo de 1949), es una periodista y escritora mexicana, que vive en Estados Unidos.
Su carrera periodística comenzó a
mediados de la década del 70 escribiendo en The Guardian, diario
británico para el que cubrió la insurrección nicaragüense, y más tarde
se pasó al Washington Post, periódico estadounidense en el que reveló la
masacre del Mozote en El Salvador.
Bonner y Guillermoprieto fueron tildados
de mentirosos por la Casa Blanca y por legisladores del Congreso
estadounidense, que pocos días después, el 1 de febrero de 1982, aprobó
un nuevo aumento en la ayuda norteamericana al gobierno salvadoreño. El
conservador Wall Street Journal también puso en duda la veracidad de la
información.
Raymond Bonner; fue de contrabando por los rebeldes FMLN para visitar el sitio aproximadamente un mes después de la masacre.
El gobierno salvadoreño, por su parte,
negó la masacre durante años. Los presidentes de la Junta Revolucionaria
(1979 - 1982), Álvaro Magaña (1982 - 1984) y José Napoleón Duarte (1984
- 1989) negaron rotundamente los rumores de una matanza en El Mozote y
los atribuyeron a periodistas de tendencia comunista, deseosos de
perjudicar la imagen de El Salvador.
El 26 de octubre de 1990, un campesino
llamado Pedro Chicas Romero, que perdió a toda su familia en la masacre,
presentó una denuncia, asesorado por la ONU, ante la justicia de El
Salvador. El 30 de octubre de 1990, la Oficina de Tutela legal del
Arzobispado de San Salvador presentó una petición ante la Comisión
Interamericana de Derechos Humanos en la que se alega la responsabilidad
internacional de la República de El Salvador por violaciones a los
derechos humanos de 765 personas, ejecutadas extrajudicialmente durante
el operativo militar realizado por las Fuerzas Armadas de El Salvador en
los cantones de La Joya y Cerro Pando y los caseríos de El Mozote,
Jocote Amarillo, Ranchería y Los Toriles en el mes de diciembre de 1981.
Alfredo Cristiani (1989 - 1994) continuó
negando la existencia de la masacre hasta 1992, cuando el equipo
Argentino de Antropología Forense empezó a hacer excavaciones en el
lugar. Los antropólogos argentinos desenterraron numerosas osamentas y
estudiaron, entre otros datos, los orificios de bala, la trayectoria de
las balas, las fracturas que mostraban los huesos y la posición en que
quedaron los cuerpos, y tras rigurosos análisis, corroboraron todo
cuanto relató Rufina Amaya a la periodista Alma Guillermoprieto en 1982.
Relato de Rufina:
Me llamo Rufina Amaya, nací en el cantón
La Guacamaya del caserío El Mozote. El once de diciembre del año 1981
llegó una gran cantidad de soldados del ejército. Entraron como a las
seis de la tarde y nos encerraron. A otros los sacaron de las casas y
los tendieron en las calles boca abajo, incluso a los niños, y les
quitaron todo: los collares, el dinero. A las siete de la noche nos
volvieron a sacar y comenzaron a matar a algunas personas. A las cinco
de la mañana pusieron en la plaza una fila de mujeres y otra de hombres,
frente a la casa de Alfredo Márquez. Así nos tuvieron en la calle hasta
las siete. Los niños lloraban de hambre y de frío, porque no andábamos
con qué cobijarnos.
Yo estaba en la fila con mis cuatro
hijos. El niño más grande tenía nueve años, la Lolita tenía cinco, la
otra tres y la pequeña tan sólo ocho meses. Nosotros llorábamos junto a
ellos. A las siete de la mañana aterrizó un helicóptero frente a la casa
de Alfredo Márquez. Del helicóptero se apearon un montón de soldados y
entraron donde estábamos nosotros. Traían unos cuchillos de dos filos, y
nos señalaban con los fusiles. Entonces encerraron en la ermita a los
hombres. Nosotros decíamos que tal vez no nos iban a matar. Como la
ermita estaba enfrente, a través de la ventana veíamos lo que estaban
haciendo con los hombres. Ya eran las diez de la mañana. Los tenían
maniatados y vendados y se paraban sobre ellos; a algunos ya los habían
matado. A esos los descabezaban y los tiraban al convento. A las doce
del mediodía, terminaron de matar a todos los hombres y fueron a sacar a
las muchachas para llevárselas a los cerros. Las madres lloraban y
gritaban que no les quitaran a sus hijas, pero las botaban a culatazos. A
los niños que lloraban más duro y que hacían más bulla eran los que
primero sacaban y ya no regresaban.
A las cinco de la tarde me sacaron a mí
junto a un grupo de 22 mujeres. Yo me quedé la última de la fila. Aún le
daba el pecho a mi niña. Me la quitaron de los brazos. Cuando llegamos a
la casa de Israel Márquez, pude ver la montaña de muertos que estaban
ametrallando. Las demás mujeres se agarraban unas a otras para gritar y
llorar. Yo me arrodillé acordándome de mis cuatro niños. En ese momento
di media vuelta, me tiré y me metí detrás de un palito de manzana. Con
el dedo agachaba la rama para que no se me miraran los pies.
Los soldados terminaron de matar a ese
grupo de mujeres sin darse cuenta de que yo me había escondido y se
fueron a traer otro grupo. Hacia las siete de la noche acabaron de matar
a las mujeres. Dijeron “ya terminamos” y se sentaron en la calle casi a
mis pies. “Ya terminamos con los viejos y las viejas, ahora sólo hay
esa gran cantidad de niños que han quedado encerrados. Allí hay niños
bien bonitos, no sabemos qué vamos a hacer”. Otro soldado respondió: “La
orden que traemos es que de esta gente no vamos a dejar a nadie porque
son colaboradores de la guerrilla, pero yo no quisiera matar niños”.
“Si ya terminaron de matar a la gente
vieja, vayan a ponerles fuego”. Pasaron los soldados ya con el mátate de
tusa de maíz y una candela prendida, y le pusieron fuego a las casas
donde estaban los muertos. Las llamas se acercaban al arbolito donde yo
estaba, y me asustaban las bolas de fuego. Tenía que salir. Se oía el
llanto de un niño dentro de la fogata, porque a esa hora ya habían
comenzado a matar a los niños. “—Anda ve, que a ese hijueputa no lo has
matado”. Al ratito se oyeron los balazos.
Escuché que los soldados comentaban que
eran del batallón Atlacatl. Yo conocía a algunos de ellos porque eran
del lugar. Uno era hijo de Don Benjamín, que era evangélico. A Don
Benjamín también lo mataron. En esa casa había más de quince muertos.
Seguro que el muchacho vio cuando lo mataban, porque ahí andaba él, y
también otro al que le decían Nilo.
“Mira, aquí habían brujas y pueden salir
del fuego”. Uno de ellos se me sentaba casi a los pies. Yo del miedo no
respiraba. Podía escuchar su conversación: “Hemos terminado de matar
toda esta gente y mañana vamos a La Joya, Cerro Pando…”
Cerca de la una de la mañana uno dijo:
“Vamos a comer algo a la tienda”, y escuché los ruidos de botellas. Yo
no tenía más salida que para allá, porque hacia acá estaba lleno de
soldados. Era un poco difícil salir. Estuve como una hora pensando para
dónde me podía escapar.
Como a los animales les gusta la luz y
allí había bastante ganado, unos terneros y unos perros se acercaron al
fuego. Yo le pedí a Dios que me diera ideas para ver cómo iba a salir de
allí. Me amarré el vestido, que era medio blanco, y fui gateando por
medio de las patas de los animales hasta el otro lado de la calle, que
era un manzanal. Me tiré a rastras bajo el alambrado, así como un
chucho, y quedé sentada del otro lado a ver si oía disparos, pero no se
escucharon. Sólo se oía gritar a los niños que estaban matando. Los
niños decían: “¡Mama nos están matando, mama nos están ahorcando, mama
nos están metiendo el cuchillo!” Yo tenía ganas de tirarme de vuelta a
la calle, de regreso por mis hijos, porque conocía los gritos de mis
niños. Después reflexionaba, pensaba que me iban a matar a mí también.
Me dije: “será que tienen miedo y por eso lloran. Tal vez no los vayan a
matar, tal vez se los lleven y algún día los vuelva a ver”. Como uno no
sabe lo que es la guerra, yo pensaba que quizás los podría ver en otra
parte.
“Dios mío, me he librado de aquí y si me
tiro a morir no habrá quién cuente esta historia. No queda nadie más
que yo”, me dije. Hice un esfuerzo por salir de ahí; me corrí más abajo
por la orilla del manzanal, me arrastré, bajé del alambrado y me tiré a
la calle. Ya no llevaba vestido, pues todo lo había roto, y me chorreaba
la sangre. Bajé a un lomito pelado; entonces quizás vieron el bulto que
se blanqueaba. Me hicieron una gran disparazón, y corrí a meterme en un
hoyito. Allí me quedé hasta el siguiente día, porque eran ya las cuatro
de la mañana. A las siete todavía se escuchaban los gritos de las
muchachas en los cerros, pidiendo que no las mataran. A las ocho de la
mañana vi marchar soldados del lado de Ojos de María, La Joya y Cerro
Pando. Iban en grandes grupos. Yo pensaba en mi hoyito que me podían
descubrir, porque estaba cerquita de la calle. Como cosa de las tres de
la tarde, ellos subieron de regreso. Ya en La Joya y Cerro Pando se
miraba una gran humazón. Todo humo negro. Yo estaba en medio y pedía a
Dios que me diera valor para estar allí. A las cinco de la tarde los
soldados treparon para arriba. Se llevaban los cerdos y las gallinas.
Todo se lo llevaban. A las siete de la noche me dije: voy a salir a
buscar un río, porque tenía sed. Conocía bien ese lugar porque ahí me
había criado. Y así escapé, cruzando las quebradas en lo oscuro y
rompiendo el monte con la cabeza. Atravesé por casas en las que sólo
había muertos. Llegué cerca del río como a las diez de la noche. Allí me
quedé en una casita de zacate. Lloraba largamente por los cuatro hijos
que había dejado.
Estuve ocho días en ese monte. Sólo bajaba a tomar un trago de agua a la orilla del río y me volvía a esconder.
Así estaba cuando una niña me encontró.
Ella venía arrastrando un costalito y entonces escuché una voz que le
decía “¡apúrate, Antonia!” porque ellas iban a traer el maíz a esa
casita donde yo dormía. Pensé “Dios mío, aquí está la familia de
Andrés”.
Entonces yo les salí al camino por donde
iban a pasar y me senté para que me vieran, porque yo no tenía ganas de
hablar. Ya me había puesto un suéter y un pantalón viejo que había
hallado en una casa, porque me daba pena andar sin ropa. La niña le dijo
“¡Mama, allí está la Rufina!”. Cuando me vieron, se asustaron. Ellos
sabían que yo vivía en el mero Mozote. Y como habían visto la gran
humazón, pensaron que todos estaban muertos. Entonces Matilde corre, me
abraza, me agarra y me dijo: “Mire, ¿cómo fue Rufina? ¿Qué pasó donde
nosotros? ¿Y mis hermanos? Lo que yo le puedo decir es que a toditos los
mataron”. Empezamos a llorar juntas y ella me dijo: “Pues usted no se
va a ir para ninguna parte. Se queda con nosotros”. Las dos llorando,
pues yo no podía decirle más ni ella a mí. “Vamos a mi cueva junto a la
quebrada”, me dijo. Me llevaron a bracete porque yo tenía siete días sin
comer ni beber nada. Cuando llegamos a la cueva donde se habían
escondido, vi una mujer bien maciza que lloraba a gritos porque a sus
hijos también los habían matado. Toda la tarde lloré con esa familia.
Como a los quince días me tomaron una
entrevista; me fueron a buscar al lugar en donde estaba, porque se
dieron cuenta que yo había salido. No puedo decir quiénes eran, pues yo
no entendía en ese momento, pero eran personas internacionales. Después
de que me tomaron esa entrevista fuimos a El Mozote para ver si yo veía a
mis hijos. Vimos las cabezas y los cadáveres quemados. No se
reconocían. El convento estaba lleno de muertos. Quería hallar a mis
niños y sólo encontré las camisas todas quemadas.
Después nos fuimos para Arambala y allí
estuvimos con una familia hasta que casi un año después, en el 82,
marché para los campamentos del refugio en Colomoncagua, donde se
encontraba más gente que andaba huyendo. Al principio no comía ni bebía.
Me daban jugos de naranja a la fuerza, porque yo pasaba el día llorando
por mis niños. Yo había quedado sola, pues a mis hijos me los habían
matado y a mi compañero de vida también.
Hasta entonces nunca hubo amenazas. Un
día pasaron unos aviones que tenían luces verdes y rojas. Al siguiente
se oyeron morteros, y ya en la tarde entraron y mataron a la gente. Si
nosotros hubiéramos sospechado que nos iban a masacrar, nos hubiéramos
ido de allí. Creyeron que nosotros colaborábamos con la guerrilla, pero
ni los conocíamos. No había de esa gente allí.
Después de seis meses fui recuperando mi
vida. Encontré a la otra hija que tenía, que ya era casada y vivía en
otro lugar. Si hubiera vivido conmigo también hubiera sido masacrada.
Siquiera uno de mis hijos había quedado. Empecé a comer, mi hija lloraba
junto a mí para que comiera y tuviera ganas de vivir. Después estuve en
Colomoncagua por siete años y me volví para acá. Allí estuve mejor. Una
no deja de sentir el dolor por sus hijos, pero ya dentro de una
comunidad se siente un poco más tranquila. Más tarde tuve a la otra
niñita, que es la que me consuela ahora. Comencé a tener amistades y a
tener fortaleza. Al ver la injusticia que habían hecho con mis hijos, yo
tenía que hacer algo. La que me daba más sentir era la niña de ocho
meses que andaba de pecho. Me sentía los pechos llenos de leche, y
lloraba amargamente. Empecé a recuperar mi vida, me integré a trabajar
con la comunidad y estuve seis años allá. Me sentía más fuerte porque
compartía mis sentimientos con otras personas.
Todo fue un error. Nosotros vivíamos de
la agricultura, de trabajar; habíamos estado moliendo los cañales,
haciendo dulces. No creíamos que podía llegar una masacre a ese lugar,
porque allí no había guerrilla. Quienes habían estado eran los soldados.
Apenas hacía un mes que habían salido. A un señor que se llamaba Marcos
Díaz, quien tenía una tienda, dos días antes de la masacre le habían
dejado pasar camionadas de alimentación.
Siento un poco de temor al hablar de
todo esto, pero al mismo tiempo reflexiono que mis hijos murieron
inocentemente. ¿Por qué voy a sentir miedo de decir la verdad? Ha sido
una realidad lo que han hecho y tenemos que ser fuertes para decirlo.
Hoy cuento la historia, pero en ese momento no era capaz; se me hacía un
nudo y un dolor en el corazón que ni hablar podía. Lo único que hacía
era embrocarme a llorar.
Rufina Amaya,habitante de El Mozote. A
los 38 años, milagrosamente sobrevivió a la masacre que le arrebató a su
esposo y sus hijos. Durante una década fue ante el mundo entero la más
elocuente testigo de lo sucedido en El Mozote. Murió el 6 de marzo del
2007, tras un paro cardíaco, por padecimientos diabéticos.
El Presidente Mauricio Funes, recalcó
que su gobierno dará seguimiento directo a lo que sucede en la Corte
Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) sobre este caso, a través de
la Dirección de Derechos Humanos de la Cancillería y de la Secretaría de
Inclusión Social.
como que no pinche pendejo be a pilar mis huevos con tu boca
ResponderEliminarhola lolollolllololol
ResponderEliminarQue duro y que triste todo lo que paso, en esa época, murieron personas inocentes, torturaron a niños que no tenían culpa alguna en los desordenes de adultos, Dios perdone a todas esas personas que cumplieron ordenes de matar y torturar a gente inocente y haber hecho padecer a los seres mas queridos por Dios que son los niños, una plegaria al cielo por todos esos mártires inocentes.
ResponderEliminarEs el tema de mi tesis de maestria. Me gustaria estar en contacto con gente y organizaciones que me ayuden a realizar mi trabajo de campo [ para preguntarles sus apreciaciones, etc] y también me gustaría estar en contacto con el administrador del blog. GRACIAS
ResponderEliminarEsta masacre se llevó a cabo bajo el mando del asesino DOMINGO MONTERROSA BARRIOS, jefe del batallón Atlacatl, en ese tiempo ya que después de su muerte ese batallón también fue acusado de haber asesinado a los jesuitas a sus sirvienta e hija !!!!! La masacre en El Mozote, fue la más grande en América Latina y que el gobierno salvadoreño ordenó junto con otras en caserios en el norte de El Salvador, quien hasta ahora niega que se haya llevado a cabo !!!!! Es de dar vergüenza que haya estúpidos, e ignorantes salvadoreños que llamen héroe a este desgraciado, y maldito asesino !!!!! Si quieren saber cómo terminó la vida de este asesino, investiguen en Google !!!!!
ResponderEliminarYo opino
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